“Me sentiría mucho mejor si pudiera creer en algo de lo que he escrito aquí. Pero juro que no puedo confiar en una sola palabra. Es decir, lo creo en cierta medida, pero al mismo tiempo siento que estoy mintiendo como un hijo de perra”, confiesa el antihéroe de “Memorias del subsuelo”. Y su confesión se proyecta en el anónimo redactor de correo sentimental apodado “Miss Lonelyhearts”, que da título a la novela de Nathanael West.
Miss Lonelyhearts, es decir Señorita Corazones Solitarios, consuela una masa de almas femeninas desesperadas que, con sus cartas, creyéndolo una igual, ansían un consejo que las extraiga de la tragedia en que se encuentran sumidas en la New York del crack del 29, un tiempo en que “muchedumbres se mueven por la calle con una violencia onírica”, una violencia que vuelve impotente y culpable al escriba. En contraste con su visión de la realidad, compárese lo que Miss Lonelyhearts transmite a sus lectoras: “La vida para la mayoría de nosotros parece una lucha terrible de dolores y angustia, sin esperanza ni alegría. Cualquiera, por pobre o humilde que sea, puede aprender a hacer uso de sus sentidos. Contemplar el cielo salpicado de nubes, el mar cubierto de espuma. Captar el dulce aroma de los pinos y el penetrante ligustro. Porque las mejores cosas de la vida son gratis”. Pero de este lado de la escritura estafadora, en la real life, su argumentación cruje. No hay monserga espiritualista que pueda tomarse en serio. Ni siquiera la idea de Cristo, que es una idea dostoievskiana. La referencia al escritor ruso no es casual. Miss Lonelyhearts vive en un ambiente estrecho, sórdido, donde caben apenas una silla y una cama que tiene encima un crucifijo. Sobre la mesa de luz, un ejemplar de “Los hermanos Karamazov”. Al volver a su cuarto después de la redacción, después de emborracharse en un bar clandestino, al acostarse, prende un cigarrillo y lee por enésima vez esa parte de la novela en que el stárets Zosima, el anciano monje sabio, recomienda “el amor al prójimo aún en su pecado, el amor a los animales y a las plantas. Sólo mediante este amor a todo se empezará a comprender el misterio de la cosas”. Pero Miss Lonelyhearts está lejos de creerse el discurso que, desde su perspectiva, degradado, suena tan falso como las respuestas que publica en el correo sentimental del New Post-Dispatch, correo que, cabe anotarlo, sirve para sostener su tirada. En consecuencia, Miss Lonelyhearts debe enfrentar otra contradicción: la relación entre su escritura socorrista y el dinero. Esas cartas lacrimógenas y autocompasivas que recibe dan cuenta de la crisis social y su poder corrosivo de la intimidad. Ninguna palabra evangelizadora puede aportarles salvación. En tanto, su vida se fragmenta en episodios de humillación y fracaso, escenas tragicómicas en las que West se detiene con morosidad mediante capítulos cortos transidos por un humor sombrío que fisgonea en los rincones más patéticos de cada miseria existencial. La tensión disociadora entre cuerpo y alma, no es en esta urdimbre otra cosa que la condena cotidiana a que está sometida una sociedad que, según Winstan H. Auden, padece una depresión no sólo material sino también espiritual, una enfermedad que el poeta bautizaría con el nombre del creador de Miss Lonelyhearts: “West desease”. Y es en este punto donde hay que reconocer que la lectura de West, como la de Dostoievski, puede enfermar. Porque la narración de West, en su brevedad, tiene el efecto poderoso de un mal que contamina la percepción del mundo.
Antes de ser Nathanael West, Nathanael Wallenstein Weinstein era el primogénito de un matrimonio de judíos lituanos de clase alta en el Upper West Side. Por más que sus padres se afligieran por su educación, Nathanael era un alumno indisciplinado más interesado en la literatura que en una graduación. De una universidad lo expulsaron por su bajísima puntuación. Y de otra por falsificar pruebas apropiándose del nombre similar de un compañero llamado Nathan Weistein. La literatura, el arte, los ecos renovadores que venían de Europa le importaban más. Apenas pudo terminar a los trompicones sus estudios viajó a París. Empezó a interesarse en la poesía mística de San Juan de la Cruz y William Blake. En este punto, los desgarramientos que West ya escritor hará padecer a Miss Lonelyhearts en “la noche oscura” deben no poco a sus lecturas místicas y, aunque parezcan antagónicos, son dignos del surrealismo más grotesco. Su experiencia europea no duró más que tres meses pero el contacto con las vanguardias fue suficiente como para marcarlo. La Depresión había afectado el negocio familiar y debía volver al país, ayudar al padre. Pero poco después se empleó de noche en un hotel en Manhattan. A propósito, alguna vez habrá que indagar en los beneficios literarios de ciertos trabajos nocturnos.
En 1931 publica sin mayor suerte una novela corta, “La vida soñada de Balso Snell”. Y empieza a juntarse con escritores de Nueva York, se hace amigo de William Carlos Willians y Dashiell Hammett, y sustenta como ellos un pensamiento de izquierda. Es en estos años cuando empieza a escribir su primera obra importante, “Miss Lonelyhearts”, que publica en 1933. Si bien puede definirse como una nouvelle, la calificación le queda apretada.
Miss Lonelyhearts, en efecto, no puede engañarse como tampoco lo puede el hombre del subsuelo. Igual que en Dostoievski, cuando el desdoblamiento alcanza el paroxismo el protagonista cruza el límite de la razón. “El realismo de la vida real y la realidad de la naturaleza del hombre son mucho más trágicos de lo que suponen los humanistas y encierran contradicciones que no se plantearían a una conciencia humanista”, se cabreaba Dostoievski en sus diarios. “Estamos fatalmente condenados a ser realistas trágicos”. Ni la religión ni la ingenuidad de sentirse cumpliendo una misión en este valle de lágrimas le funcionan como coartadas a Miss Lonelyhearts. Y menos cuando recibe el s.o.s. de una casada con un tullido que arrastra un botín ortopédico. Las descripciones no esquivan ni el grotesco ni la impiedad. Y menos situaciones narrativas que, planteadas hoy, resultarían políticamente incorrectísimas. A esta altura uno puede anticiparse y pensar que, como ocurrirá inexorablemente, el encuentro con la lectora y el tullido lo arrastrarán, pasando por una curda frenética y una marea sexual extenuante, hacia una pendiente afiebrada en la cual la propia redención y la ajena son imposibles.
West vivió más tarde en Los Angeles y trabajó en la industria cinematográfica. En Hollywood trabó amistad con Scott Fitzgerald. Y como Fitzgerald en “Las aventuras de Pat Hobby”, historias de un guionista en declive, West describiría la corrupción y marginalidad del espectáculo en una novela célebre, “El día de la langosta”, que Harold Bloom incluiría en “El Canon Occidental”. Sus novelas fueron adaptadas al cine. “Miss Lonelyhearts” dos veces. Un torturado Montgomery Clift encarnaría, en la segunda, al desdichado Miss Lonelyhearts. Su creador murió a los treinta y siete años mientras manejaba acompañado por su mujer en la localidad californiana El Centro. Se conjetura que la noticia del fallecimiento de su gran amigo Scott el día anterior incidió en el choque. La producción narrativa de West ha sido tan corta como su biografía, pero “Miss Lonelyhearts”, ahora rescatada por La Tercera Editora, le garantiza una perduración a este escritor tan escasamente conocido como necesario si uno quiere internarse en sentimientos que avergüenzan.
Publicado en Página 12 el 19/04/20 por Guillermo Saccomanno.
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